Centro de escritura

Meditación sobre la posibilidad de prender un cerillo

Sobre Alejandro Badillo...

Nació en la Ciudad de México en 1977. Es narrador y reseñista. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP),Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta). Compiló para el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla Ficciones en fuga. Narrativa breve desde Puebla. Coordinador de talleres literarios. Ha participado en varias antologías y en publicaciones nacionales como GQ y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los estetas y el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por la novela Por una cabeza en 2016.

Estoy en casa. Son las 6 en punto de la tarde. El vecindario está en silencio. La luz del sol se desparrama por el piso. Acabo de llegar del trabajo. Sostengo un cerillo entre mis dedos. Quizás, la observación profunda y sostenida de este diminuto fragmento de madera, coronado por una capa de químicos misteriosos, es una manera de inmovilizar el tiempo. No, no es verdad. Este cerillo –aún inocuo, latente como una nube oscura– es una manera de pensar. Por ejemplo: pienso en mi trabajo y en el traje gris que llevo todos los días. Pienso en los pasajeros apretujados en el metro. Pienso, en realidad, en muchas cosas: en los cerillos, por ejemplo. Los cerillos eran objetos cotidianos, indispensables, que están siendo sustituidos por una serie de artilugios que prometen un fuego inmediato y fácil. Hay largos encendedores de gas que permiten una llama delgada y casi perenne. Hay elegantes encendedores de metal que convierten el acto de fumar en todo un acontecimiento. En el futuro habrá encendedores que se activen con la mente. Tal vez, el acto primitivo de prender un cerillo, la concentración que se necesita para raspar su cabeza contra un costado de la caja en la que segundos antes aguardaba, silencioso, con otros compañeros, es una manera de evadir al mundo. Es decir, hay un instante en el que la atención se concentra en modular la fuerza de los dedos, en colocar la yema del índice cerca de la cabeza del cerillo para ejercer la suficiente presión contra la tira áspera de la caja y generar una reacción en cadena. Es, en esos momentos, cuando el resto del mundo desaparece. No importan las preocupaciones, ni ponerse a reflexionar qué es lo que se quiere y otros misterios de la vida. El futuro es una superficie resbaladiza y lejana. ¿Para qué ponerse a pensar en otras cosas si tenemos, entre los dedos, una explosión mínima pero inminente? Qué quiero para desayunar mañana es algo irrelevante cuando tengo que cuidar una llama que podría extinguirse en cualquier momento.

Doy un par de vueltas por la sala. ¿No sé lo que quiero? Podría ser. Hace una hora, después de la oficina, mientras subía al auto para regresar a casa, me sentía vacío. El vacío, esa condición existencial disfrazada de molicie o, peor aún, de indiferencia, me está carcomiendo. El vacío se destila en mi cuerpo. Por eso llegué a casa, fui a la cocina y, después de tomar un vaso con agua, me quedé inmóvil y desconcertado. Entonces, sin pensar, abrí el cajón que está a un lado del fregadero y encontré, medio perdida entre brillantes cubiertos, la caja con los cerillos. Es una caja pequeña que muestra, en la cubierta, a la Venus de Milo, un humeante ferrocarril y el Partenón. En la parte superior hay una leyenda: “La Central”. Deslicé la parte inferior y miré los cerillos. No había utilizado ninguno. Intenté recordar cuándo los había comprado. Quizás había sido durante la mudanza de hacía unos meses. El temor de llegar a una colonia nueva me hizo comprar objetos que, ordinariamente, son invisibles para mí. Y mientras intentaba recordar la compra desprendí un cerillo, me quedé con la caja en la mano izquierda y caminé hasta la sala. Desde entonces estoy aquí, sin atreverme a dejar el cerillo, subir las escaleras, tumbarme en la cama y olvidar todo esto. Estoy, por así decirlo, estancado, sin decidir si prendo el cerillo o lo guardo en su caja de cartón y regreso a la cocina. Pero cada vez que pienso en la segunda opción me invade el deseo por prenderlo aunque, después, no sepa qué hacer con él. Nunca fumé, tampoco tengo velas o inciensos. La única opción, en efecto, es regresar a la cocina. Y, sin embargo, volver allá es una especie de claudicación, una derrota. Podría prenderlo y esperar, simplemente, a que pase algo. Esa sensación, esa posibilidad que se anuncia en mi cuerpo como un cosquilleo, me da tranquilidad. Es como mirar un atardecer o disfrutar un gin tonic en la playa. Pensándolo bien me parece que, en poco tiempo, tendré que prenderlo. Sin esa certeza la felicidad del momento se diluye, se evapora. Tengo que pensar para mantenerme aquí, expectante, con el cerillo entre los dedos, como un cowboy que está a punto de jalar el gatillo. Si dejo de pensar pronto comprenderé que mi situación es ridícula. Me siento en el sillón que está cerca de la ventana porque la espera puede ser larga. Lo hago con cuidado, como si el cerillo fuera a explotar en cualquier momento. Sin embargo, una vez hecho el movimiento, compruebo que el cambio de posición, de perspectiva, me ha dado seguridad, incluso entereza. Me arrellano en el sillón y subo los pies en la mesa de centro. Ahora mi marco visual abarca la entrada de la cocina, el pasillo que lleva a la escalera y la puerta de la entrada. Trato de mirar más cosas cuando escucho el claxon del camión de la basura. La sorpresa hace que casi tire el cerillo. Sin embargo recupero la postura y lo sostengo, triunfal, entre los dedos. Si llegara alguien en este instante, por ejemplo, la señora que hace el aseo, le diré que estoy aquí, disfrutando la penumbra de la sala. Le diré que me gusta estar así, al acecho, contemplando la nada. No añadiré más palabras. Actuaré como si la tarde fuera normal. Ella me mirará con extrañeza e irá a la cocina a lavar los platos sucios. Me sentiré tranquilo porque no me habrá descubierto. Incluso, teniendo a escasos centímetros el cajón de donde saqué los cerillos, no podrá adivinar lo que he estado haciendo desde que llegué del trabajo. Pero la señora no viene hoy, martes, aunque podría venir si así lo deseara. Ella tiene llaves y, cuando la contraté, le dije que no me importaba el día que viniera siempre y cuando fuera una vez a la semana. Decidió, entonces, que vendría los viernes y ha cumplido escrupulosamente. Comprendo que me estoy desviando del tema. Siento que los dedos se me entumen, como cuando los metemos en agua helada y las yemas quedan estériles y frías. Quizás el entumecimiento es porque el cerillo, harto de tanta perorata, reclama que es tiempo de hacer algo con él. Pero, ¿qué puedo hacer? Casi lo puedo escuchar, con su diminuta vocecilla, diciéndome que todos los cerillos tienen un destino que cumplir, que un cerillo sin encender es una oportunidad desperdiciada, una idea que se evapora. Le contesto que no le encuentro un uso inmediato, que un fuego no se prende así como si nada. Él me responde que es un soldado que espera, impaciente, una guerra imaginaria. Debatimos y argumentamos. Cuando él parece ganar yo encuentro una salida. La tarde avanza y la casa se inmoviliza en su silencio. Parece que pronto tendré que tomar una decisión, incluso contra mi voluntad. Para entretenerme mientras espero y, para darle esperanzas, le cuento de las posibilidades futuras: usarlo para prender la alfombra, consultar el reloj y comprobar en cuánto tiempo llegan los bomberos; prenderlo y mirar cómo la pequeña llama avanza por su cuerpo de madera hasta quemarme la punta de un dedo. Le cuento y le cuento hasta que la pesadez de la jornada gana, recargo la cabeza en el respaldo y me quedo dormido. Sueño que, después de mucho pensarlo, me dispongo a prender el cerillo. Deslizo su redonda cabeza en la tira áspera pero nada. Intento una vez más pero sólo logro leves chispas. Arrojo el cerillo, tomo la caja y desprendo uno nuevo. Las manos me pesan y miro, de reojo, a la Venus de Milo que me sonríe; el faro del ferrocarril ilumina la oscuridad de mis manos y el Partenón se desmorona piedra por piedra. Determinado, un poco enfurecido acaso, como si mi vida dependiera de ello, froto el segundo cerillo contra el costado y logro, al fin, un asomo de lumbre. El contacto produce chispas más persistentes que crecen hasta formar una llama pequeña y volátil. Miro su vientre azul y el tembloroso perfil amarillento. No puedo evitar la tentación y acerco uno de mis dedos de la mano izquierda. En ese momento despierto. Es noche completa. Apenas distingo el filo de los muebles. La luz de la calle sólo agita las sombras. Hago memoria y recuerdo mi dilema. En los dedos aún sostengo el cerillo. Es algo tan natural. Me gusta estar aquí, con un enigma entre los dedos. Me acomodo en el sillón y, cuando todo parece volver a la normalidad, recuerdo el sueño. Tengo la sensación, bastante incómoda por cierto, de que el cerillo que sostengo es el segundo, el que pude encender, y que muy cerca de mis pies, silencioso como el cadáver de un insecto, está el primero. Pero es absurdo. Veamos: si mi teoría fuera cierta el cerillo que sostengo ahora mismo entre mis dedos tendría algún rastro de combustión. Su cabeza estaría consumida. Incluso habría un vago olor a quemado. Fijo la mirada en el cerillo pero la oscuridad casi total me impide inspeccionarlo con detenimiento. La única forma de comprobarlo es revisar la caja. Estoy por buscarla en los recovecos del sillón cuando comprendo que estoy mejor así. Sonrío. Debe haber otra forma de llegar a la verdad. Me gusta esperar así que espero.